Era un jueves 9 de abril de 1981 y el cielo de California parecía uno más… pero el destino tenía preparado algo distinto. Ese día, Fernando Valenzuela, un joven zurdo sonorense de apenas 20 años, escribió el primer capítulo de una leyenda que cambiaría para siempre el béisbol de Grandes Ligas: la Fernandomanía había nacido.
Sin el drama previo de los reflectores ni el guion típico de una superestrella, Fernando fue llamado de emergencia por el mítico Tommy Lasorda, luego de que una serie de lesiones dejara a los Dodgers sin su abridor titular. Y ahí estaba él, tranquilo, sereno… durmiendo en la sala de masajes del vestidor, ajeno al peso que estaba por cargar: lanzar el juego inaugural ante los Astros de Houston ante más de 50 mil almas en el Dodger Stadium.
Cuando Lasorda le preguntó si estaba listo, Valenzuela no titubeó:
—“Es lo que estaba esperando”, respondió con la firmeza de quien conoce su destino.
Lo que vino después fue magia en cada lanzamiento. Con su screwball endemoniado, ese que parecía desafiar las leyes de la física, Fernando maniató a una ofensiva texana que poco pudo hacer ante su temple y precisión. Cinco hits, ninguna carrera, nueve entradas completas y una blanqueada de 2-0 frente al veterano nudillero Joe Niekro. Era la primera vez que abría un juego en las Mayores. Y lo hizo como si llevara años dominando desde la loma.
Ese día, en ese estadio, no sólo ganó un partido. Ese día, un muchacho nacido en Etchohuaquila, Sonora, se convirtió en ídolo, en inspiración, en símbolo. Lo que comenzó como una solución de último minuto se transformó en un fenómeno cultural que trascendió el deporte. Valenzuela no solo conquistó a los Dodgers… conquistó a todo un país y al corazón de los fanáticos latinos en Estados Unidos.
Hoy, 44 años después, el eco de aquella tarde sigue retumbando en la historia del béisbol. Porque ese fue, sin duda, el juego más importante de Fernando Valenzuela. Y el inicio de una era que jamás será olvidada.